Diocesis de Celaya:
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En sus “Confesiones”, san Agustín dirige a Dios estas palabras, que bien podemos hacer nuestras: “Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera… me tocaste, y desee con ansia la paz que procede de ti... Cuando yo me adhiera a ti, Señor, con todo mi ser, ya no habrá para mi dolor ni fatiga, y mi vida será realmente viva, llena toda de ti”

Enviado por Unknown el miércoles, 27 de agosto de 2014 | 8:53 p.m.

Hoy celebramos la memoria de san Agustín, que nació en el siglo IV al norte de África, y quien en su juventud se dejó arrastrar por malas amistades. Su madre santa Mónica no dejaba de pedir a Dios que lo orientara; y aunque en un principio se mostró estricta para hacerlo recapacitar, luego decidió estar cerca de él para ayudarlo con paciencia.

Finalmente, san Agustín conoció a san Ambrosio, Obispo de Milán, quien le guió en el conocimiento y seguimiento de Cristo. Entonces su vida mejoró radicalmente. Fue bautizado y recibió la Confirmación y la Eucaristía.

Tras la muerte de su madre, Agustín volvió a Roma, donde con valentía y sólidos argumentos refutó los errores de falsas doctrinas acerca de Cristo. Luego regresó a Tagaste, su tierra natal. Repartió sus bienes a los pobres, y con unos amigos se retiró para llevar una vida común de pobreza, oración y estudio de la Biblia. 

Pero un día que viajó a Hipona la gente pidió al Obispo Valerio que lo ordenara sacerdote, lo que sucedió en 391. Más tarde fue ordenado Obispo de aquella Iglesia. Entonces hizo de su residencia episcopal un monasterio en el que la comunidad vivía en pobreza y oración. Su ejemplo inspiró la fundación de monasterios por toda África.

Íntimamente unido a Dios, san Agustín proclamaba el Evangelio, celebraba los sacramentos, oraba, escribía cartas que ofrecían soluciones a los problemas de la época, y en comunión con sus hermanos obispos, participó en diversos concilios africanos, hasta que partió al Cielo en el año 430. 

En sus “Confesiones”, san Agustín dirige a Dios estas palabras, que bien podemos hacer nuestras: “Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera… me tocaste, y desee con ansia la paz que procede de ti... Cuando yo me adhiera a ti, Señor, con todo mi ser, ya no habrá para mi dolor ni fatiga, y mi vida será realmente viva, llena toda de ti”


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