Hoy celebramos la
memoria de san Agustín, que nació en el siglo IV al norte de África, y quien en
su juventud se dejó arrastrar por malas amistades. Su madre santa Mónica no
dejaba de pedir a Dios que lo orientara; y aunque en un principio se mostró
estricta para hacerlo recapacitar, luego decidió estar cerca de él para
ayudarlo con paciencia.
Finalmente, san
Agustín conoció a san Ambrosio, Obispo de Milán, quien le guió en el
conocimiento y seguimiento de Cristo. Entonces su vida mejoró radicalmente. Fue
bautizado y recibió la Confirmación y la Eucaristía.
Tras la muerte de su
madre, Agustín volvió a Roma, donde con valentía y sólidos argumentos refutó
los errores de falsas doctrinas acerca de Cristo. Luego regresó a Tagaste, su
tierra natal. Repartió sus bienes a los pobres, y con unos amigos se retiró
para llevar una vida común de pobreza, oración y estudio de la Biblia.
Pero un día que
viajó a Hipona la gente pidió al Obispo Valerio que lo ordenara sacerdote, lo
que sucedió en 391. Más tarde fue ordenado Obispo de aquella Iglesia. Entonces
hizo de su residencia episcopal un monasterio en el que la comunidad vivía en
pobreza y oración. Su ejemplo inspiró la fundación de monasterios por toda
África.
Íntimamente unido a
Dios, san Agustín proclamaba el Evangelio, celebraba los sacramentos, oraba,
escribía cartas que ofrecían soluciones a los problemas de la época, y en
comunión con sus hermanos obispos, participó en diversos concilios africanos,
hasta que partió al Cielo en el año 430.
En sus
“Confesiones”, san Agustín dirige a Dios estas palabras, que bien podemos hacer
nuestras: “Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y curaste mi ceguera… me tocaste, y desee con ansia la paz que
procede de ti... Cuando yo me adhiera a ti, Señor, con todo mi ser, ya no habrá
para mi dolor ni fatiga, y mi vida será realmente viva, llena toda de ti”
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