MENSAJE
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA 51 JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
PARA LA 51 JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
11 DE
MAYO DE 2014 – IV DOMINGO DE PASCUA
Tema: Vocaciones, testimonio de la verdad
Queridos
hermanos y hermanas:
1. El
Evangelio relata que «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas… Al ver a las
muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas
“como ovejas que no tienen pastor”. Entonces dice a sus discípulos: “La mies es
abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies
que mande trabajadores a su mies”» (Mt 9,35-38).
Estas palabras nos sorprenden, porque todos sabemos que primero es necesario
arar, sembrar y cultivar para poder luego, a su debido tiempo, cosechar una
mies abundante. Jesús, en cambio, afirma que «la mies es abundante». ¿Pero
quién ha trabajado para que el resultado fuese así? La respuesta es una sola:
Dios. Evidentemente el campo del cual habla Jesús es la humanidad, somos
nosotros. Y la acción eficaz que es causa del «mucho fruto» es la gracia de
Dios, la comunión con él (cf. Jn 15,5). Por tanto, la oración que Jesús
pide a la Iglesia se refiere a la petición de incrementar el número de quienes
están al servicio de su Reino. San Pablo, que fue uno de estos «colaboradores
de Dios», se prodigó incansablemente por la causa del Evangelio y de la
Iglesia. Con la conciencia de quien ha experimentado personalmente hasta qué
punto es inescrutable la voluntad salvífica de Dios, y que la iniciativa de la
gracia es el origen de toda vocación, el Apóstol recuerda a los cristianos de
Corinto: «Vosotros sois campo de Dios» (1 Co 3,9). Así, primero nace dentro de
nuestro corazón el asombro por una mies abundante que sólo Dios puede dar;
luego, la gratitud por un amor que siempre nos precede; por último, la adoración
por la obra que él ha hecho y que requiere nuestro libre compromiso de actuar
con él y por él.
2.
Muchas veces hemos rezado con las palabras del salmista: «Él nos hizo y somos
suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (Sal100,3); o también: «El Señor
se escogió a Jacob, a Israel en posesión suya» (Sal 135,4). Pues bien, nosotros somos
«propiedad» de Dios no en el sentido de la posesión que hace esclavos, sino de
un vínculo fuerte que nos une a Dios y entre nosotros, según un pacto de
alianza que permanece eternamente «porque su amor es para siempre» (cf. Sal 136). En el relato de la vocación del
profeta Jeremías, por ejemplo, Dios recuerda que él vela continuamente sobre
cada uno para que se cumpla su Palabra en nosotros. La imagen elegida es la
rama de almendro, el primero en florecer, anunciando el renacer de la vida en
primavera (cf. Jr1,11-12).
Todo procede de él y es don suyo: el mundo, la vida, la muerte, el presente, el
futuro, pero ?asegura el Apóstol?«vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios» (1
Co 3,23). He aquí explicado
el modo de pertenecer a Dios: a través de la relación única y personal con
Jesús, que nos confirió el Bautismo desde el inicio de nuestro nacimiento a la
vida nueva. Es Cristo, por lo tanto, quien continuamente nos interpela con su
Palabra para que confiemos en él, amándole «con todo el corazón, con todo el
entendimiento y con todo el ser» (Mc 12,33).
Por eso, toda vocación, no obstante la pluralidad de los caminos, requiere
siempre un éxodo de sí mismos para centrar la propia existencia en Cristo y en
su Evangelio. Tanto en la vida conyugal, como en las formas de consagración
religiosa y en la vida sacerdotal, es necesario superar los modos de pensar y
de actuar no concordes con la voluntad de Dios. Es un «éxodo que nos conduce a
un camino de adoración al Señor y de servicio a él en los hermanos y hermanas»
(Discurso a la Unión internacional de
superioras generales, 8 de
mayo de 2013). Por eso, todos estamos llamados a adorar a Cristo en nuestro
corazón (cf. 1 P 3,15) para dejarnos alcanzar por el
impulso de la gracia que anida en la semilla de la Palabra, que debe crecer en
nosotros y transformarse en servicio concreto al prójimo. No debemos tener
miedo: Dios sigue con pasión y maestría la obra fruto de sus manos en cada
etapa de la vida. Jamás nos abandona. Le interesa que se cumpla su proyecto en
nosotros, pero quiere conseguirlo con nuestro asentimiento y nuestra
colaboración.
3.
También hoy Jesús vive y camina en nuestras realidades de la vida ordinaria
para acercarse a todos, comenzando por los últimos, y curarnos de nuestros
males y enfermedades. Me dirijo ahora a aquellos que están bien dispuestos a
ponerse a la escucha de la voz de Cristo que resuena en la Iglesia, para
comprender cuál es la propia vocación. Os invito a escuchar y seguir a Jesús, a
dejaros transformar interiormente por sus palabras que «son espíritu y vida» (Jn 6,63). María, Madre de Jesús y
nuestra, nos repite también a nosotros: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Os hará bien participar con
confianza en un camino comunitario que sepa despertar en vosotros y en torno a
vosotros las mejores energías. La vocación es un fruto que madura en el campo
bien cultivado del amor recíproco que se hace servicio mutuo, en el contexto de
una auténtica vida eclesial. Ninguna vocación nace por sí misma o vive por sí
misma. La vocación surge del corazón de Dios y brota en la tierra buena del
pueblo fiel, en la experiencia del amor fraterno. ¿Acaso no dijo Jesús: «En
esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35)?
4.
Queridos hermanos y hermanas, vivir este «“alto grado” de la vida cristiana
ordinaria» (cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 31),
significa algunas veces ir a contracorriente, y comporta también encontrarse
con obstáculos, fuera y dentro de nosotros. Jesús mismo nos advierte: La buena
semilla de la Palabra de Dios a menudo es robada por el Maligno, bloqueada por
las tribulaciones, ahogada por preocupaciones y seducciones mundanas (cf. Mt 13,19-22). Todas estas dificultades
podrían desalentarnos, replegándonos por sendas aparentemente más cómodas. Pero
la verdadera alegría de los llamados consiste en creer y experimentar que él,
el Señor, es fiel, y con él podemos caminar, ser discípulos y testigos del amor
de Dios, abrir el corazón a grandes ideales, a cosas grandes. «Los cristianos
no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Id siempre más allá, hacia
las cosas grandes. Poned en juego vuestra vida por los grandes ideales» (Homilía en la misa para los
confirmandos, 28 de abril de 2013). A vosotros obispos,
sacerdotes, religiosos, comunidades y familias cristianas os pido que orientéis
la pastoral vocacional en esta dirección, acompañando a los jóvenes por
itinerarios de santidad que, al ser personales, «exigen una auténticapedagogía
de la santidad, capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta
pedagogía debe integrar las riquezas de la propuesta dirigida a todos con las
formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más
recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la
Iglesia» (Juan Pablo II, Carta
ap. Novo millennio ineunte, 31).
Dispongamos
por tanto nuestro corazón a ser «terreno bueno» para escuchar, acoger y vivir
la Palabra y dar así fruto. Cuanto más nos unamos a Jesús con la oración, la
Sagrada Escritura, la Eucaristía, los Sacramentos celebrados y vividos en la
Iglesia, con la fraternidad vivida, tanto más crecerá en nosotros la alegría de
colaborar con Dios al servicio del Reino de misericordia y de verdad, de
justicia y de paz. Y la cosecha será abundante y en la medida de la gracia que
sabremos acoger con docilidad en nosotros. Con este deseo, y pidiéndoos que
recéis por mí, imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.
Publicar un comentario