VIERNES SANTO
Comenzaremos nuestra reflexión sobre la muerte del Señor, que
celebraremos el Viernes Santo, con la lectura de 2 Cel 214-217. Es patente para
cualquier lector que las escenas descritas por Celano son una ceremonia
celebrada por San Francisco.
El
"pobrecillo" a quien la conciencia de su indignidad le retuvo siempre
como diácono, se atreve en esta circunstancia única de su vida a ejercer el
papel de sacerdote. Entona el
solemne prefacio de
alabanzas, pasando sus últimos días en acción de gracias, e invitando a sus
compañeros preferidos a alabar con él a Cristo.
Reúne a
sus hijos en su derredor, le dirige largas recomendaciones paternas, al modo de
los antiguos patriarcas. pone su mano derecha sobre la cabeza de cada uno de
ellos para bendecirlos.
Finalmente,
manda que se le traiga un pan, lo bendice, lo parte y lo distribuye entre
todos. San Francisco celebra su muerte. No la soporta como una triste
necesidad; no le basta vivirla como los demás momentos de su existencia. Hace
de ese instante una celebración.
Esta extraña conducta de San Francisco, proclama que la muerte no es
lo que de ella se piensa: un alto implacable, sufrido de mala gana y soportado
lo más pasiva e inconscientemente posible.
Hasta decimos: qué bueno que ni siquiera se dio cuenta que murió.
Pero
hay que tener en cuenta que la muerte es el acto más intenso, más personal y
más libre de la existencia. Por más
brutal e imprevista que parezca, la muerte no es nunca un accidente. No es el
fracaso de la vida: es su triunfo. Porque toda la vida está orientada hacia la
muerte, como el árbol hacia el fruto y el grano de trigo hacia la siega.
La
muerte no es una acto improvisado, sino, muy al contrario, el instante único
preparado durante todos los instantes de nuestra vida. No es una interrupción,
sino una culminación.
Es este
el sentido de la celebración a que se entrega San Francisco y que Celano nos
describe. Al verse próximo a su fin ha pedido que lo trasladen a la
Porciúncula, porque quiere acabar su vida religiosa donde la inició.
Se dice
que en el momento de morir, toda la vida pasa rápido como en un último acto.
Pues en ningún lugar como en la Porciúncula pudo abarcar tan fácilmente toda su
vida, porque la iglesita fue testigo de todas las grandes etapas de su búsqueda
evangélica (encuentra el Evangelio, recibe a Clara, vive allí).
A esta
capilla regresa por última vez a terminar y concluir la obra emprendida. Y
tiene la sensación de que toda su vida no ha sido sino una preparación para
esta hora suprema, y que va a realizar de golpe lo que viene intentando desde
hace 20 años.
Desde
que el Señor lo llamó, San Francisco se esmeró en desprenderse de todo. Dejó su
vida de placer, su vanidad, su confort, su comercio, sus bienes, su
familia. Una pobreza radical lo despojó no solamente de lo que tenía, sino
también de su propia voluntad; le vació totalmente de sí mismo; poco a poco fue
muriendo a sí mismo.
Ahora
la muerte corporal le invita a un desprendimiento total y definitivo. San
Francisco, el pobre, comprende que no hay pobreza mayor que la muerte. Y para
significar la aceptación de este último acto de expropiación, se hace colocar
desnudo sobre la tierra, no aceptando una tosca
túnica sino después de habérsele dicho que no era suya.
Seguro
de haberse mantenido fiel hasta el fin a las exigencias de su dama pobreza, San
Francisco levanta las manos al cielo y glorifica a Cristo con una alegría tan
grande: la de poder ir hacia Él completamente libre y desprendido de todo.
San
Francisco sabe que la muerte le va a dar al propio Dios. Eso explica la
alegría que
escandaliza a algunos hermanos (Elías), la impaciencia que le agita, mientras sus ojos se clavan en el cielo. No puede ocultar su júbilo en el encuentro con la hermana muerte: ¡Bienvenida seas mi hermana muerte!
escandaliza a algunos hermanos (Elías), la impaciencia que le agita, mientras sus ojos se clavan en el cielo. No puede ocultar su júbilo en el encuentro con la hermana muerte: ¡Bienvenida seas mi hermana muerte!
El
anhelo ardiente de toda su vida toca a su fin. San Francisco ha renunciado a
todo para poseer a Dios; se ha esmerado en realizar su paso del mundo a Dios,
su Pascua. Llega para él, el momento solemne, el "gran paso"; la
puerta que tanto tiempo estuvo tocando, se abre por fin.
No comprenderemos
todo esto sino caemos en la cuenta de que San Francisco celebra en su muerte la
muerte de Cristo. Si San Francisco adopta esta actitud, es porque ha
descubierto en su muerte, como antes lo había' hecho en la
Eucaristía y en la Sagrada Escritura, la presencia de Cristo.
Todos
los actos que ejecuta (desnudo en tierra, cena) ... Sabe que su muerte
reproduce la de Cristo y la celebra de ese modo porque sabe que es un gran
misterio.
Fr. Javier Gordillo Arellano,OFM.
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