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LA PASCUA DE CRISTO Y LA DE UN SANTO

Enviado por Unknown el sábado, 19 de abril de 2014 | 5:39 p.m.










LA PASCUA DE CRISTO Y LA DE UN SANTO
San Francisco es conocido en todo el mundo por ser el hombre alegre, gozoso y contento, que canta con entusiasmo las alabanzas del Señor, pero quien profundiza en la alegría franciscana, necesariamente se encuentra también con la austeridad.

Los mismos lugares donde vivió San Francisco nos dan prueba, por una parte de lo bello, lo alegre (el valle de Asís) y por la otra esas grutas en las que San Francisco se daba a la oración; queda uno asustado de la austeridad de esos lugares en los que vivía San Francisco.

Es indudable que el jueves y el viernes desembocan en el domingo de resurrección, día de alegría y júbilo por el Hijo de Dios que venció a la muerte. La Pascua de San Francisco se puede resumir en una sola palabra: LA ALEGRÍA. .

LA CONVERSIÓN. La historia de San Francisco es la de un hombre que ha penetrado poco a poco en el misterio pascual de su Señor. Los primeros encuentros fueron con el Jesús que sufre y exige que el discípulo sufra con Él.

Si hacemos un recorrido de los episodios referentes o lo que suele llamarse la conversión de San Francisco; todos ellos nos hablan de una lucha. Los años que van de los 20 a los 25, desde el diálogo con el Crucifijo hasta el despojo ante el obispo y la formación de la primera fraternidad, son años dolorosos, años trágicos, diríamos.

Si pensamos en el beso al leproso, su disfraz de mendigo en Roma, el conflicto con su padre, el regreso de Espoleto y soportar las burlas, podremos entender que San Francisco lloraba, pero no lloraba sólo por sus pecados, sino por ser un elegido de Dios sometido a la prueba del fuego purificador.

Comenzaba su vida de fe, de conversión; en ella, como sucede con los grandes personajes (Abraham, el Bautista, etc.) debía caminar sin saber a dónde es conducido, debía suprimir lo que parece ser la condición de la vida misma, debía sacrificarse.

La renuncia definitiva se da ante el obispo. Allí comienza su peregrinar sin nada, en la soledad de su compromiso, en una adhesión a toda prueba, con una fidelidad sin vacilaciones. Pero no se trata de una marcha lenta y perezosa, sino uno carrera fogosa, dinámica, como lo había sido cuando era aclamado rey de la juventud de Asís.


Su conversión no se debilitó en nada, el mismo ardor apasionado permanece en él. Y como ahora el ímpetu y la fuente de su pasión no son lo mundano, sino el encuentro y la presencia de una comunicación inmediata con el Dios-Amor a quien se propone amar, ese fuego se duplicó.

Es, pues, el amor el que hace comprender el sacrificio de San Francisco; en el amor está la gran ley de la imitación que exige desposarse con la muerte para poder vivir. Ese es el centro del misterio pascual: un misterio en el que la muerte de sí mismo, es condición de vida y se impone como algo positivo, tan positivo como puede ser una pasión.
FIDELIDAD. La penitencia que caracterizó la larga etapa de su conversión, en adelante se va a llamar fidelidad. Los años van a pasar entre claridades y sombras, entre revelaciones y silencios, entre señales y carencia de ellas. Sobrevienen las grandes pruebas: al interior de la fraternidad (vuelta de Oriente), fracaso de las misiones; luchas difíciles con los hermanos y la Curia; con todo, conserva joven su corazón y fresca su pasión por Dios. Al final de su vida, como en los albores de la llamada, aún en medio de     fracasos, él cree porque Dios se ha comprometido con él para siempre.

LA LIBERTAD. Lo admirable es que una vida tan austera, tan colmada de penas y
sufrimientos, llevara a San Francisco a una actitud contraria a lo que usualmente se hubiera producido: el desgaste espiritual y la neurosis. Nos encontramos con un hombre cada vez más feliz. Es el milagro cristiano, el milagro de la liberación.

Una vez conquistada la libertad, su alegría fue completa. Y es que no ha habido hombre más libre que San Francisco, en quien habían sido aniquiladas las potencias del mal en virtud de la resurrección de Cristo.

Se le ha llamado el juglar de Dios, pero lo que él cantaba era la pascua. la pascua propia y la de la Iglesia entera. Lo que le hacía saltar de alegría era esa liberación realizada por Cristo.

Así pues, la alegría de San Francisco tiene poco que ver con la exigua alegría del que se levanta de buen humor por las mañanas; es verdad que esa alegría debe exteriorizarse, debe leerse en los ojos, debe ser participada, comunicada. Pero la alegría de San Francisco es la explosión del corazón de aquel para quien cada mañana es mañana de liberación; la alegría de quien está salvado y, con rapa sencilla, sin dinero, provisto únicamente de su sonrisa, va por el mundo a compartir su propia liberación pascual y su nostalgia del Reino. La alegría no de un esclavo sino de un hijo.

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+ comentarios + 1 comentarios

20 de abril de 2014, 7:30 p.m.

muy buena la pagina & la información ;)
saludos Fray!!! :D

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